OPINIÓN
8 de noviembre de 2022
Elogio de la inexperiencia: 1985, la democracia joven y los dolores que nos quedan
Por Franco Gatti
Profesor e investigador de la Facultad de Derecho de la UNR- Master in Global Rule of Law and Constitutional Democracy
Hay palabras que clausuran, que tienen una potencia singular para anular o procurar poner un punto allí donde asoma un peligro de turbación, de movilización. Quizás, en cierta medida, todas las palabras que decimos busquen la calma, aunque acaben desatando únicamente desentendidos, decoincidencias.
Sin embargo, algunas ejercen un rol peculiar en el juego discursivo, ya que actúan como el punto final de argumentaciones sin razones. Pensemos, por ejemplo, en la apelación –tan frecuente y agotadora- a la idea de “naturaleza”. Es “natural” que las mujeres sean madres, es “natural” que el matrimonio tenga una forma y no otra, es “natural” que los genitales determinen las subjetividades, pero también es “natural” que el mercado ordene, que pocas personas tengan mucho y muchas personas tengan muy poco o nada. En estos marcos está impedido cualquier quiebre, cualquier hiato, cualquier espacio entre lo que hasta ahora era asumido de un modo y la oportunidad de pensarlo de otro.
Idéntica es la situación respecto de la voz “experiencia”. En el sentido común se exige “experiencia” hasta para afrontar lo inédito, lo que nunca se hizo o lo que debe ser modificado. Una contradicción tan evidente, tan tosca, perturba. Se espera que los cuerpos estén experimentados para las primeras veces, para el primer empleo, para los primeros vínculos, para el primer amor, para el primer cuestionamiento. De hecho, entre los jóvenes, circulan con frecuencia los avisos de búsquedas laborales en los que se solicitan “estudiantes universitarios”, pero con experiencia en la profesión o en tareas de la profesión.
Una curiosidad merece ser señalada. Posiblemente no haya un acuerdo más extendido entre nosotros que aquel que sugiere la necesidad de transformar el grueso de las instituciones que nos contienen, que nos proporcionan órdenes simbólicos para la vida. Cualquier encuesta arroja que la población demanda un cambio en la política, en la justicia, en la economía. No obstante, a la hora de elegir a quienes deben llevarlo a cabo aparece, de nuevo, la necesidad de la experiencia. Es decir, la experiencia hecha en el camino que nos condujo a los lugares de los que pretendemos salir corriendo todos los días.
Entonces, ¿qué experiencia? La experiencia de acumular años, de estar en la sombra de los patrones, de agachar la cabeza, de consentir, de ser una pieza que sumó millas en una ruta trazada por otros.
Pensemos, por ejemplo, que para acceder a determinados cargos públicos la legislación determina umbrales mínimos de edad, asumiendo que –mágicamente-, una vez atravesadas esas vallas, las personas nos convertimos en idóneas. Aunque, tampoco aún sin esos límites legales, aparecen los construidos por los experimentados que nos vuelven a pedir ser portadores de la sabiduría que solo se adquiere por el paso del tiempo, como algo que debemos esperar y llega incondicionalmente.
¿Cuántos cuerpos añosos nos han traído hasta aquí, a la miseria, a la desigualdad, a la mediocridad más profunda, a la corrupción? Pero, ellos nos siguen diciendo que es mejor un mal recorrido que un no recorrido –o uno más breve y quizás realmente significativo-.
En la película 1985 este asunto se muestra nítidamente. Moreno Ocampo convence a Strassera de la relevancia que poseía formar equipo sin experiencia, precisamente porque la experiencia que existía era la de la omisión, la de mirar para otro lado, la de no creer, la de callarse la boca. El propio Strassera era parte de esa experiencia y no sabemos cuál hubiese sido el resultado sin la dosis de los inexpertos.
La escena clave en el film es aquella en la que el joven fiscal adjunto conversa con su madre por teléfono y ella exhibe una angustia, una emoción profunda por los testimonios vertidos en el juicio, capaz de hacerle revisar las narrativas conservadoras sobre las que se estructuraba su posición. Es decir, la inexperiencia le abre una herida a un cuerpo experto, una herida de la que no se puede regresar.
Es que, en definitiva, la experiencia es cada vez, una vez a la vez, nada nos puede prevenir de ella. Miramos a los ojos de las personas en infinidad de ocasiones todos los días, pero cada mirada es una mirada, que se agota allí y, después de un parpadeo, es otra.
Strassera era un funcionario con experiencia –con años, lo valioso para el discurso común- sin embargo nada lo pudo prevenir cuando debió mirar a los ojos a los genocidas. Entonces, ¿qué experiencia?
Suele decirse que la Argentina cuenta con una democracia joven –inexperta- y por eso nos va como nos va. Esa juventud habilitó uno de los juicios más importantes en la historia de la humanidad, un proceso medular para poner en su sitio a la batallar por los derechos humanos y para asignarle a la democracia una sustancia.
La experiencia, en pocas palabras, está asimilada con un saber hacer que proviene de la repetición de actos. Más sabe el que más veces hizo, el que más repitió. No está bajo análisis qué es lo que hizo ni qué es lo que repitió, así como tampoco todo lo que se ubica “entre” el hacer y el no hacer. Por otro lado, ninguna vinculación se traza entre esa pila de tiempo habitado –o deshabitado, según el caso- y lo que allí se construyó, se conoció, se interpeló. Es, simplemente, verificar que el tiempo haya pasado por los cuerpos, sin necesidad de que éstos hayan pasado por aquél con significancia.
Resulta probable que esta palabra de clausura responda, en última instancia, a una resistencia más profunda y sirva para enmascararla. Una resistencia que es tangencial, y no propia de los sectores políticamente conservadores, porque tiene que ver con otra cosa. Hunde sus raíces en despertar una fragilidad de la que los “grandes” –en edad, no en tamaño- no quieren hacerse cargo, la fragilidad que nos comprende a todos, la fragilidad de que cada acción, cada decisión, tiene una porción de indisponibilidad, de contingencia, donde opera lo inasible. Y en esos trances, la experiencia de años no resuelve nada, sólo justifica las decisiones, es un argumento de autoridad.
Hace un tiempo, en una conferencia –interesante, por cierto- un colega repetía insistentemente su objetivo de “alambrar” un concepto, refiriéndose a delimitarlo, acotarlo, encerrarlo con especificidad. Fue curioso el término, “alambrar”, que permite imaginar un campo con los alambres de púa, procurando que nadie entre y, si lo intenta, que se lastime, que sangre, que le duela. Como si fuera viable alambrar las palabras, contenerlas, impedir que se desborden en sus sentidos.
El uso de la palabra experiencia, tal como se nos presenta, está bastante vinculado con esto, con alambrarnos, alambrarnos el ingreso y, si lo intentamos, que nos duela, que entremos en razón de que lo que está allí –adentro de la experiencia- es privado, es de algunos y que tenemos que aprender a esperar afuera.
Nos han querido alambrar las ideas de democracia, de derechos humanos, de igualdad. Pero, estar detrás de los alambres es la inexperiencia más valiosa, la que se quiere lastimar, pero –como en 1985- es también la que, más temprano que tarde, los sacude y los hace temblar.
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